Con motivo de mi más reciente cumpleaños, mi hermana y mi cuñado me regalaron un “kit” con una prueba para conocer los rasgos esenciales de mi ADN. Según el instructivo, la empresa prometía generar más de 60 reportes genéticos sobre mi salud, sus riesgos, sus propensiones, sus mecanismos de prevención y, lo que llamó más poderosamente mi atención, datos sobre mis ancestros.
Decidí gustoso participar en el experimento: aprovechar los avances de la ciencia para viajar en el tiempo, conocer mis orígenes e imaginar la vida de mis antepasados. Después del enfadoso y aparentemente interminable proceso de llenar con saliva un tubo de ensayo, realizar las mezclas con soluciones contenidas en el kit y sellar las muestras, envié el paquete por correo y esperé impaciente el diagnóstico.
¡Los resultados fueron sorprendentes! Nuestra raza, fruto del mestizaje español e indio, supondría una preponderancia de esos genes. Sin embargo, en mi caso sólo es explicado por un 46% “Ibérico” y un 13% “Nativo Americano”. ¿Y el otro 40%?
Está muy dividido: Un 4% de “África del Noroeste”, un 3% de “Asia del Este”, un 5% “Nórdico”, un 2% “Judío”, 1% de “Europa del Este” hasta un 20% de “Europa del Sur”, principalmente de la península Itálica, de Grecia y de Turquía.
¿Qué quiere decir esto? Todos tenemos miles de ancestros. En mi caso, de cada 100, cuatro fueron africanos cuyos descendientes habrían sido vendidos como esclavos; tres fueron orientales y quizá les tocaría la responsabilidad de construir la Muralla China o luchar contra el invencible Gengis Kan, y cinco fueron escandinavos, tal vez vikingos, esos salvajes marineros que conquistaron los mares.
Las personas nativas de Asia del Este y de América han compartido su historia genética. Según datos históricos, nuestros ancestros comunes partieron de Europa del Este rumbo Asia, hace decenas de miles años. Ellos cruzarían el Estrecho de Bering hace unos 12 mil años para poblar el Continente Americano. Y si nos vamos más atrás en la historia, todos provenimos de donde mismo: de África y del mono.
Después de todo, el mundo es un lugar pequeño y todos estamos interrelacionados genéticamente más de lo que creemos. Quizá si esto se hubiese sabido antes se habrían evitado guerras y magnicidios. Con toda seguridad una prueba de ADN hecha a Hitler hubiera derrumbado de un plumazo su ideal ario y su odio judío. No extrañaría que, por su estatura y sus rasgos físicos, su composición genética registrara un alto contenido judío, africano y asiático.
No estaría nada mal que la sociedad norteamericana exigiera a sus candidatos a la presidencia una prueba de esta naturaleza. Donald Trump se percataría así que es más lo que une a nuestros pueblos que lo que nos separa. Sin duda, su ADN sería más común al de los mexicanos de lo que a él le gustaría.
Y el kit sería un muy apropiado presente para el candidato republicano por parte de la comunidad hispana radicada en Estados Unidos.