La cruz, indiscutible símbolo cristiano, transmite con su sola presencia sentimientos encontrados. La bondad, el auxilio y el consuelo que las órdenes religiosas ofrecen a las almas necesitadas, por un lado; la pasión, el sacrificio y el calvario que padeció Jesús antes de entregar su espíritu al Creador, por el otro.
El rojo es un color primario. De él emanan sensaciones fuertes y enérgicas. Es un color que evoca pasiones y desborda nacionalismos, por su semejanza con la tonalidad sanguínea y por lo severo de su talante.
La fusión de la cruz y el rojo forma un ente poderoso. Un símbolo que trae a cuentas a todos los sentimientos anteriores, y algo más gracias a la sinergia de la mezcla: el resultado es superior a la suma de sus partes.
La Cruz Roja es la institución humanitaria por excelencia. Tiene presencia en la mayoría de los países del mundo y cuenta con una eficiente estructura internacional que no han podido contener las fronteras porque no discrimina razas, colores, religiones, ideologías ni preferencias sexuales.
A la Cruz Roja le debo mucho. Mi madre fue durante casi una década presidenta de su Comité de Damas en Saltillo, periodo que coincidió con la mayor parte de mi niñez. No asumió esa función de mero membrete, sino que la desempeñó con gran dedicación y esmero.
En los pasillos de la Cruz Roja pasé una parte importante de mi infancia: tardes después de la escuela, días de asueto y fines de semana. Ahí aprendí muchas cosas, desde la escrupulosa contabilidad en los aciagos meses de la colecta, hasta el servicio desinteresado y los valores humanitarios promovidos por la Institución. La convivencia en una sala de urgencias, siempre llena de pacientes, y una sala de espera repleta de impacientes y necesitados familiares, me ayudó a crecer consciente de una realidad, regularmente desapercibida para la niñez.
El enorme compromiso demostrado por los socorristas voluntarios me enseñó, desde pequeño, que hay cosas más importantes que un sueldo por las cuales trabajar y arriesgar la vida. De hecho, una avenida de agua que trajo consigo el Huracán Gilberto se llevó a uno de ellos cuando trataba de rescatar a una familia atrapada en un vehículo. Lo despedimos con honores, pero también con una gran tristeza. Siempre he sentido esa pérdida como propia.
La Cruz Roja cambia vidas; cuando menos la mía y la de muchas personas que conozco. No tengo la menor duda que gran parte de la construcción de mi carácter y mi sensibilización como ser humano provienen de mis vivencias ahí. Gracias a mi madre por compartirme esa maravillosa experiencia a mi tierna edad, y gracias a la Cruz Roja por sus enseñanzas.
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