Hace unos días, después de participar en una reunión nocturna de padres de familia en la escuela de mis hijos, invité a mi esposa a cenar. Fuimos a un restaurante ubicado al norte de la ciudad que cuenta con un salón interior y una terraza que colinda con la calle.
El clima estaba muy agradable, pero tuvimos que sentarnos adentro porque el área exterior estaba llena. Ya eran casi las diez de la noche y estábamos terminando de cenar cuando llegó un vendedor ambulante, a todas luces migrante, acompañado de sus dos hijas, que por su parecido físico y de edad, supusimos eran gemelas y les calculamos menos de 7 años.
El padre se afanó inútilmente en vender los peluches que guardaba en una bolsa de plástico, mostrándolos con esmero y suplicando a los comensales adquirieran uno de ellos o, cuando menos, le regalaran unas cuantas monedas para poder darles de comer algo a sus hijas. Esas escenas me causan mucha impotencia y apachurran mi corazón. Dos pequeñas que deberían estar jugando, o estudiando, o descansando ya a esa hora, tienen en cambio que recorrer una aventura arriesgada de la mano de sus padres porque ni la vida, ni la sociedad, ni el gobierno del país del que vengan, les pudieron ofrecer una oportunidad de desarrollo.
Quería comprarles algo, aunque estaba seguro de que no los dejarían entrar al salón. De hecho, vi de reojo la intención del gerente de sacarlos de la terraza para que no siguieran importunando a sus clientes. La atmósfera se tensó. En eso, sucedió algo extraordinario. Cuando la tercia errante llegó a la última mesa, la joven pareja que ahí departía los invitó a sentarse. Tenían platillos al centro que comenzaron a compartir con sus improvisados invitados. El joven llamó al mesero para que las niñas ordenaran algo más, cosa que hicieron de buen agrado.
El ambiente del lugar cambió al instante. La tensión generada por la llegada inesperada de los viajeros de inmediato se esfumó y en su lugar se instaló una vibra armónica que nos emocionó a todos, comenzando por los meseros, quienes se salvaron de la penosa tarea de tener que desalojar a tan singular familia.
Mi esposa y yo, profundamente conmovidos, no pudimos evitar ser parte de ese momento y de esa mágica conexión, y mandamos un par de postres a las niñas, quienes nos lo agradecieron con una sonrisa tan especial que difícilmente olvidaremos.
Yo no sé si la acción de esa anónima pareja sea un detalle intrascendente solo para el anecdotario, quizá le haya cambiado la vida a esas niñas, quienes tal vez ahora crezcan sin resabios ni rencores, sabiendo que aún queda algo de bondad en la especie humana.
Lo que sí sé, es que a mí me dejó una gran lección. Si queremos hacer un cambio verdadero y realmente impactar positivamente en otras vidas, no es suficiente dar, es necesario comprometerse. No solo debemos regalar un taco, hay que invitar al hambriento a sentarse a nuestra mesa.