“Yo no me dispenso”.

A propósito del día del maestro, Gibrán escribió sobre el arte de educar:

“Dijo, entonces, un maestro: Háblanos del Enseñar. Y él respondió: Nadie puede revelarnos más de lo que reposa ya dormido a medias en el alba de nuestro conocimiento.

El maestro que camina a la sombra del templo, en medio de sus discípulos, no les da de su sabiduría, sino, más bien, de su fe y de su afecto. Si él es sabio de verdad, no os pedirá que entréis en la casa de su sabiduría, sino que os guiará, más bien, hasta el umbral de vuestro propio espíritu.

El astrónomo puede hablaros de su comprensión del espacio, pero no puede daros ese conocimiento.

El músico puede cantaros el ritmo que existe en todo ámbito, pero no puede daros el oído que detiene el ritmo ni la voz que le hace eco. Y el que es versado en la ciencia de los números puede hablaros de las regiones del peso y la medida, pero no puede conduciros a ellas. Porque la visión de un hombre no, presta sus alas a otro hombre.

Y, así como cada uno de vosotros se halla solo ante el conocimiento de Dios, así debe cada uno de vosotros estar solo en su comprensión de Dios y en su conocimiento de la tierra”.

El profesor y el ministro.

Este pasaje me recordó una anécdota relacionada con el premio nobel de literatura Giosuè Carducci. El nobel era profesor universitario de la ciudad de Bolonia, quien en una ocasión acudió a Florencia para asistir a unos actos conmemorativos.

Cuando Giosuè fue a despedirse del ministro de educación pública de Italia, éste le dijo: “No, no, quédese mañana también”.

“Excelencia, no me es posible, mañana tengo clase en la universidad y los chicos me esperan” – contestó el profesor -. “Le dispenso yo” – propuso el ministro -. “Usted puede dispensarme, pero yo no me dispenso” – puntualizó Carducci – y así emprendió su viaje de retorno para cumplir su compromiso universitario.

Giosuè era de esa casta de docentes, hoy muy exigua, que son testimonio y dicen: “para enseñar latín a Juan, no es suficiente saber latín es necesario también conocer a Juan y por supuesto también amarlo”.

Valores supremos.

Ser maestro va en concordancia con la conducta del profesor Carducci, una forma de ser que, pienso, cada día se erosiona y merma en México. Este profesor italiano pone en claro que la docencia es mucho más que una profesión, que es más bien una vocación, un llamado. Una pasión.

La anécdota sugiere que ser maestro implica, por lo menos, contar con tres valores supremos: la fidelidad a la vocación, la solidaridad y una inquebrantable mística de servicio.

Fidelidad porque el maestro nunca ha de olvidar que su quehacer cotidiano debe ser una respuesta permanente a la promesa que algún día le hizo a su vocación: contribuir a construir espíritus libres, responsables, creativos, interdependientes, productivos y sobretodos felices.

Fidelidad que requiere una actitud creativa y auténtica para actuar siempre en virtud de lo que es valioso, de aquello que en verdad vale la pena buscar, para jamás claudicar el carácter ante los vaivenes del temperamento y menos permitirse ser rehén de las circunstancias o avatares que surgen de los tiempos que se viven. Este compromiso exige al docente apegarse a los principios que dan vida y sentido a su quehacer educativo.

Cumplir lo pactado.

Fidelidad no es terquedad, tampoco afán de dominio y menos de intolerancia, sino apego a la vocación, apertura con las personas que forma y respeto a la institución donde se labora.

Significa que el maestro cotidianamente deberá inspirarse y tomar fuerza de sus alumnos, sabiendo que las aulas son ámbitos de diálogo, vida, amor, acompañamiento y encuentro. Entendiendo que los espíritus y mentes de los niños y jóvenes son siempre sagrados.

Testimonio implica puntualidad, cubrir el programa y los objetivos del curso, honestidad, siempre evaluar con justicia y equidad, entusiasmo a toda costa y saber crear ámbitos innovadores de aprendizaje.

Un valor a toda prueba.

Digo que el maestro también debe ser solidario – jamás paternalista – con el educando y su vocación, porque este valor implica generosidad, humanidad y espíritu de cooperación. Es decir, debe saber dar y darse, siempre con su propia evidencia, persistentemente con su ejemplo cotidiano.

El maestro ha de ser solidario porque desea desprenderse humildemente de los que es suyo, de sus conocimientos y tiempo, y todo con el exclusivo afán de cooperar, participar y crear vínculos de convivencia y hospitalidad. Esta colaboración es creativa, comprometida, jamás a medias y menos interesada.

Saber y querer servir.

Y qué decir del espíritu de servicio. De ese servicio que hoy se encuentra escaso y depreciado. El maestro es, básicamente, quien sabe servir; el que se da y forja a los demás dejando un poco de su propia piel en el camino. Sabiendo que el servicio es el fruto del amor y que, por tanto, servir implica coherencia ejemplar, paciencia, afabilidad, dulzura, serenidad, altas dosis de alegría y un profundo conocimiento de lo que sirve, de cómo se debe servir y de aquéllos a los que sirve.

El servicio humilde y optimista reside en la base del alma de quien se dice maestro.

Optimismo por delante.

El filósofo Fernando Savater apunta: “En cuanto educadores no nos queda más remedio que ser optimistas, ¡ay! Y es que la enseñanza presupone el optimismo tal como la natación exige un medio líquido para ejercitarse. Quién no quiera mojarse, debe abandonar la natación; quien sienta repugnancia ante el optimismo que deje la enseñanza y que no pretenda pensar en qué consiste la educación. Porque educar es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de sabe que la anima, en que hay cosas, (símbolos, técnicas, valores, memorias, hechos…) que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento…”

El camino enseñado.

Concuerdo con esta reflexión. Los maestros encarnan la esperanza que se deriva del conocimiento, pero sobretodo del amor, sabiendo que educar es inspirar para que cada alumno emprenda su propio vuelo.

Efectivamente, la inconmensurable tarea de todo educador, de su vocación, reside en enseñar a volar, tal como la madre Teresa lo expresa: “Enseñarás a volar, pero no volarán tu vuelo. Enseñarás a soñar, pero no soñarán tu sueño. Enseñarás a vivir, pero no vivirán tu vida. Sin embargo…en cada vuelo, en cada vida, en cada sueño perdurará siempre la huella del camino enseñado”.

Sin ambages.

Si queremos hijos y alumnos sensibles a hacia los otros, generosos con la vida, dedicados, responsables y comprometidos, el camino es procurar testimonio de los valores anhelados. Pues ellos son el reflejo de sus padres y maestros. Porque los niños y jóvenes son el espejo de sus propios constructores.

Para acabar con la terrible desigualdad y pobreza que hay en México, con la impunidad, con la corrupción, la violencia y la indiferencia el camino es la educación. La lucha es en contra de la ignorancia y la indiferencia.

Teniendo claro que para formar a Juan, el maestro primero requiere ser ejemplo y luego conocerlo, como si le enseñara un poco de latín. Y esta colosal labor se origina en la intimidad de un espacio llamado salón, de eso que ahí se hace o se deja de hacer.

Grave es la responsabilidad que ante México tiene toda aquella persona que se hace llamar maestro. Por ello, para los que son auténticos, jamás existirá “dispensa” alguna.

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